sábado, 7 de agosto de 2010

Hacer otra cosa

Él sabía que debía cambiarlo, pero le daba miedo porque toda su vida había hecho lo mismo. Lo cierto, y él lo tenía bien claro, era que ese trabajo lo estaba perjudicando. No podía pensar en otra cosa. Día y noche soñaba con dejar de ir, con no ponerse más ese estúpido traje. Pero cuando llegaba el momento de la verdad, no hacía nada. Detestaba cada cosa sobre ese trabajo, nada le resultaba gratificante. Cada vez que se tenía que poner ese disfraz y hacerse pasar por simpático le daba alergia a algo. Somatizaba.

Ese día, 23 de noviembre, con un calor insuperable se puso como todos los días su traje de payaso y se maquilló la cara sin mirarse al espejo. Ya no le importaba como al principio si le quedaba la cara perfecta o no... solo quería que las horas pasaran lo más rápido posible y volver a su casa. Donde no había monstruos enanos que lo pateaban y escupían. Llegó a la plaza temprano y empezó a inflar los globos haciendo formas extrañas que se parecían remotamente a algún animal del zoológico. Mientras sopblaba y retorcía recordó el principio de su carrera, cuando lo hacía por placer y disfrutaba tanto de su trabajo, de la sonrisa de los niños, de las preguntas que le hacían.

Pero claro, también le gustaba ir a la plaza porque allí se encontraba con ella...


Elena era todo en su vida, aunque ella no lo supiera. Él nunca le había confesado su amor y sin embargo lo sentía. La saludaba siempre cuando llegaba a su lugar de trabajo. Elena llegaba más temprano que él porque tenía que aceitar la
calesita, y para eso tardaba como 45 minutos. Él la agarraba siempre con las manos llenas de grasa, y eso le gustaba porque era natural. No necesitaba verla toda arreglada porque a él le gustaba hasta desarreglada y con las manos llenas de grasa.

La calesita de la plaza era del padre de Elena, que era dueño de otras 3 calesitas en diferentes plazas de la ciudad; y cuando
iba a controlar que Elena hiciera todo lo que correspondía hacer, miraba con desconfianza al payaso. El padre de elena creía que el payaso quería quedarse con la herencia de la fortuna de las calesitas y por eso cuando los veía hablando y riendo, le decía a Elena que se ocupe de la calesita. Lo más gracioso, era que lo único que Elena hacía en su vida era justamente eso, ocuparse de la calesita.

Un buen día, que no hacía frío ni calor, la invitó a Elena a tomar algo después de terminar la jornada. Ella aceptó pero con la condición de que la salida no durara hasta muy tarde pues tenía que alimentar a su gata. A él le pareció correcto.

Así fue como a las 20 horas la pasó a buscar por la calesita ya sin su traje y maquillaje, y fueron juntos al café que quedaba sobre una de las calles de la plaza. Ella pidió un té de manzanilla, que era lo que habitualmente tomaba al llegar a su casa, pero se tuvo que conformar con té común porque no había en el lu
gar. Él pidió un café cortado no muy cargado. Mientras esperaban sus bebidas huno un silencio incómodo hasta que ella dijo tranquilo hoy ¿no? Sí, como siempre.

Él sintió muchas ganas de tomarla de las manos y declararle todo su amor, pero se contuvo. Ella advirtió esas ganas, pero no le dijo nada...


De un momento a otro y sin saber como estaban hablando de sus vidas, de sus rutinas, de sus gustos. Él le contó que venía de una familia de circo
y que por eso adoraba a los niños; que su abuela era equilibrista, su abuelo malabarista, su madre contorsionista y su padre payaso. Y cuando él la estaba por invitar a cenar ese sábado, apareció el dueño de la flota de calesitas y se llevó a su hija del brazo, mientras gritaba e insultaba.

Esa fue la última vez que vió a Elena. Al día siguiente había otro empleado en la calesita. Y así fue como ese payaso empezó a odiar su trabajo y a
detestar la plaza. Pero no sabía hacer otra cosa y entonces, no la hacía...








¡Hasta la próxima!

Gabba Gabba Hey (*)

1 comentario:

mariela dijo...

Le hago saber a blogspot que todo lo que opino acerca del relato, ya lo expresé a través de otro medio.-
Prr)